En el preciso momento que ella cruzó la puerta, él supo que la había perdido para siempre.
Los recuerdos, las palabras y las caricias se desvanecieron de pronta manera hasta que no quedó ni siquiera una ceniza que le recordara el calor de su cuerpo. Él experimentó por primera vez el dolor y lo supo porque los ojos se le llenaron de agua y un sabor a sal enjugó su garganta.
Él nunca había vivido la otra parte de la historia, esa página en los cuentos en las que los protagonistas sufren y no encuentran consuelo. Él era siempre quien iniciaba los finales con un adiós áspero, que calaba hasta la sangre, y siempre cerraba la puerta de posibilidades a su salida. Él era quien reía siempre al final del libro y continuaba su vida sin voltear atrás.
Ella en cambio, soñaba día a día con enamorarse del amor. Imaginaba las múltiples formas en las que el destino podría toparle con su príncipe azul y sonreía al sorprenderse soñando despierta. Ella era tierna y enamoradiza, con el pensamiento lleno de ideologías utópicas. Ferviente creyente de que el mundo podía ser perfecto y que para ello bastaba una sonrisa. Ella era en parte mujer, pero con el corazón inocente que tiene una niña de 12 años, quien cree en el vivieron felices por siempre.
Él no intentó detenerla, más por miedo que por convicción, pero ni siquiera pronunció palabra.
Ella intentó no irse, pero el silencio le habló en secreto y le recitó a su mente el sinsabor del desamor. Ella no quería vivir esa parte de la historia y por eso se iba.
Él llora sin saberlo, y suspira, suspira porque la desea y la desea en cuerpo y alma porque la ama. Ella no está.
Ella se arma de valor, y aunque sabe que extrañará sus besos, emprende el viaje, hacia otros labios y otros sueños, a un mundo lleno de nuevas emociones que ella ansía conocer.
Él aún tiene miedo de que ella le olvide.
Ella hoy sonríe porque ya le olvidó.
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